Renny Harlin vuelve a ponerse como director tras las cámaras en la secuela del ‘remake’ de la exitosa película de terror de 2008.
Renny Harlin es uno de esos nombres que, sin haber gozado nunca del prestigio canónico de los grandes directores de género, ha sabido mantenerse como un realizador de estudio -o de ancargo- de ‘thrillers’ y cintas de acción durante más de tres décadas. Desde Pesadilla en Elm Street 4 hasta Deep Blue Sea, su carrera ha pivotado entre la solvencia técnica y el exceso comercial. En Strangers: Chapter 2, el director vuelve al cine de terror con una propuesta que, si bien persigue una ambición narrativa mayor que su predecesora, acaba atrapada entre las limitaciones de su concepto y las contradicciones narrativas de una saga que no termina de encontrar su lugar ni su tono.
Rodada como parte de una trilogía concebida al modo de un gran relato de terror que amplía el universo de la original de 2008, Strangers: Capítulo 2 actúa como bisagra entre el ‘reboot’ funcional del primer capítulo y una conclusión que aún no ha llegado. Es, por tanto, una película de tránsito, una pieza intermedia que debe cargar con la doble responsabilidad de expandir la mitología y, a la vez, sostenerse como relato independiente. Se queda a medio gas en ambas cosas, pero en su esfuerzo por cumplir ambos propósitos hay momentos de tensión y de puesta en escena que la hacen mantenerse -al menos- como un producto de entretenimiento puro.
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Si algo distinguía a la película original de 2008 -dirigida por Bryan Bertino con una encomiable economía de medios y una potente crudeza emocional- era su capacidad para generar terror a partir de lo extraño, de lo aleatorio, de esa amenaza sin rostro ni motivo que aparece en medio de la noche rural americana. En este segundo capítulo, sin embargo, la franquicia toma un rumbo distinto, tal vez innecesario: la exploración de los orígenes de los asesinos, la construcción de una historia detrás de las máscaras, la introducción de ‘flashbacks’ y de una psicología sobreexplicada que busca dar sentido a lo que no debería porqué tenerlo.
Esa necesidad de dotar de lógica a lo ilógico, de racionalizar el horror, afecta a gran parte del potencial que tenía el relato para inquietar desde lo desconocido. Cuando el mal se vuelve comprensible, pierde parte de su fuerza; cuando se detalla su nacimiento, su recorrido se vuelve previsible. La película insiste en estos elementos, con incursiones narrativas que van y vienen entre la actualidad de la protagonista -una Madelaine Petsch que aguanta con física y emocionalmente el peso del filme- y retazos del pasado de los asesinos, intercalados con más función que emoción. Hay, además, una cierta inconsistencia en el tratamiento del espacio: la película se abre al exterior -introduce un bosque, un jabalí salvaje, una ambulancia perdida, un hospital vacío- como si quisiera multiplicar las variables del peligro, pero cada uno de esos elementos parece colocado más por acumulación que por necesidad.
Solo tres meses para el regreso de la saga de terror que aterrorizó a medio planeta hace 17 años
Harlin intenta, en todo momento, mantener alerta al espectador. Y lo consigue en parte: cuerpo de la protagonista está herido, y se muestra angustiada, constantemente en movimiento, y eso otorga cierta verosimilitud a la propuesta. Pero cuando el guion fuerza sus reacciones, o introduce obstáculos más propios de un videojuego que de una lógica interna, todo ese esfuerzo se deshace. A falta de una construcción sólida de la amenaza, la película recurre a sustos por acumulación, a una violencia sostenida pero no del todo justificada. Un filme que evidencia sus costuras: quiere ser más ambiciosa que su predecesora, pero no tiene una estructura sólida ni de una puesta en escena suficientemente singular como para marcar la diferencia. En su interior conviven una película de terror eficaz, una mitología innecesaria y un relato intermedio que no se sostiene por sí solo. Como obra de género, entretiene a ratos; como pieza narrativa, se tambalea.