
Bienvenidos y bienvenidas a un nuevo programa de ‘Masculinidad frágil’ donde damos cuenta de personalidades -hombres heterosexuales blancos- que sentían que no eran suficiente ‘hombres’ -o, al menos, la concepción de hombre que tenían- y tenían que paliar ese complejito a base de accesorios y complementos que realzaran su componente de macho alfa.
Y el protagonista de hoy es ni más ni menos que John Wayne, el epítome de la masculinidad, una persona que, si hoy tuviera 25 años, quizás sería un alumno aventajado de Llados, invertiría en criptomonedas y sería fan de El Xocas. Era en su día, sin duda, el epítome de la mascunilidad ruda y libre -esa libertad de la que presumen los que hoy se van a Andorra para no pagar impuestos-, amante de las armas y de los valores morales tradicionales.
Así era Wayne de cara a la galería. Sin embargo, en el camerino -o la caravana, vaya usted a saber- era otra cosa… y poco apegada a la definición de ‘hombre Alfa’, sea eso lo que sea. Según el libro John Wayne: The Life and Legend de Scott Eyman era un actor “inquieto, melancólico y atribulado, obsesionado por estar a la altura del personaje en el que se había convertido“. Además, estaba “atormentado por tres matrimonios fallidos y una mala relación con sus hijos, obligado a ocultar su sensibilidad -que como ya todos sabemos, es cosa de mujeres- y sus inclinaciones artísticas.
Una vez llegó a admitir que el personaje que todos veíamos en el cine no era realmente él: “Soy Duke Morrison y nunca fui ni seré una personalidad cinematográfica como John Wayne. Lo conozco demasiado bien”.
Interpretar el papel de John Wayne estaba destrozándole la vida. Él, que había evitado el servicio militar para cuidad de sus hijos, prefería la vida cómoda en su yate y, aunque diera la imagen de casto, en la vida real era bastante promiscuo e infiel. Además, los vicios eran su pan de cada día: fumaba hasta seis paquetes de tabaco al día, consumía abundante alcohol y comida y volcaba sus frustraciones en los demás, con continuas exigencias a los equipos de trabajo.
En las películas, era un tipo rudo y violento, de pocas palabras, y fuera de ella, una persona sensible, amante del ajedrez, que citaba a Shakespeare, fan de Tolkien y coleccionaba grabados orientales y muñecas nativas americanas. En las películas, usaba peluca después de 1948, se sometió a cirugía para eliminar las patas de gallo en 1969 y usaba alzas para parecer más alto a medida que su estatura menguaba por la edad.
Paradojas de la vida, Wayne ganó un Óscar en 1969 por el western Valor de ley, “mi primer papel decente en 20 años y mi primera oportunidad de interpretar un papel de personaje en lugar de John Wayne”.
Por eso, chicos, es mejor intentar asumir lo que somos que adoptar un papel. La represión y las apariencias alimentan demonios que deberían morir de hambre. John Wayne, perdón, Duke Morrison, lo sabía muy bien.